Monday, October 02, 2006

Fragmento :

Por Gustavo Sainz y Eduardo Mejía


…Aquí acudió en su ayuda la falsa etimología, amiga del pensamiento. Ladrillo, decían citi. ¿Y qué significa citi? Es cit-, que quiere decir “pensar intensamente”. Cada ladrillo modelado y cocido era un pensamiento. Su consistencia era el espesor de la atención. Cada pensamiento tenía la forma de una piedra. No desaparecía, no se dejaba deglutir por el torbellino de la mente. Se convertía en algo sobre lo que apoyarse. Allí se apoyaba el pensamiento sucesivo, y lentamente se alzaba una pared surcada de junturas. Eso era la mente, eso era el cuerpo: reconstruidos ambos, con las alas desplegadas.

Roberto Calasso: Ka


Aquellos que vean claramente la verdad de la geometría de los indivisibles podrán admirar la magnitud y la potencia de la naturaleza en esta doble infinitud que nos rodea por todas partes, y por esta consideración maravillosa, aprender a conocerse ellos mismos contemplándose situados entre una infinitud y una nada de extensión, entre una infinitud y una nada de números, entre una infinitud y una nada de movimiento, entre una infinitud y una nada de tiempo…

Denis Guedj: El teorema del loro



--No, Hölderlin, no pongo nada por encima del individuo como fuerza impulsora de la Historia. El la hace, y él es la Historia.
--Si así fuera –Hölderlin habla como para sí, como explicándose a sí mismo el sentido de lo que ha escrito, se aleja del realismo que a veces le ahoga--, si así fuera, la Historia efectivamente existiría, pero no tendríamos conciencia de ella. Y no perteneceríamos a ella. No quiero negarle al individuo ningún valor, pero éste sólo puede integrarse en la Historia como una parte, una partícula de una totalidad. Y la totalidad no puede ni quiere tener en cuenta las tendencias de cada partícula.

Peter Härtling: Hölderlin


Some are dead and some are livin…

John Lennon: In my life, en Rubber Soul


La Pantera y La Española

Fueron dos noches en vela seguidas. Nos despedimos con la convicción de que no queríamos volver a vernos hasta el lunes, aunque apenas era jueves.
Pero no me fui directamente a dormir, sino a Libros Escogidos; iba con mucha frecuencia, pero por la noche, una hora antes de que Polo bajara la cortina de la librería (Avenida Hidalgo 21-C), y casi siempre cruzaba Hidalgo, sorteaba los camiones que iban hacia la Lindavista, la Estrella o la Tres Estrellas, atravesaba Doctor Mora, más angosta pero más peligrosa porque había que esquivar los taxis que esperaban a los parroquianos, y entrábamos al Horreo, a una tertulia casi siempre de una hora, de un par de horas. Pero a veces hasta la medianoche.
Polo me vio con desconcierto:
—¿Por qué no has venido? Todos preguntaron por ti.
Todos eran los de la tertulia del martes, los pintores Heriberto, Armando, Adrián, Arnoldo, Vicente; y los del miércoles, los bohemios Benito, Valentín, Arturo Federico, el multifacético Adrián.
—Llevamos trabajando dos días con sus dos noches –me quejé.
Pero estaba muy cansado; hojeé las novedades, vi emocionado un ejemplar de Thomas Mann (Penas tempranas) que Polo me había rescatado y le juré que el sábado pasaría por él, cuando acudiera a la tertulia general, con la de los lunes (cineastas), martes, miércoles, jueves (poetas) y viernes (otra vez los bohemios), pero presidida por Otaola y animada por Raúl (por los dos Raúles, mejor dicho).
—Llévatela –me ofreció—. Me la pagas después –y la anotó en una libreta maltratada, casi sin hojas limpias, llena de tachaduras, añadidos, cuentas al margen, rebajas sin fin: la vida económica de la intelectualidad mexicana.
Crucé Hidalgo por el túnel del Metro, con lentitud porque adelante iba una morena de minifalda, pero se cuidó de no mostrar más que parte de sus muslos. Abordé un Fundidora, que ofrecía un camino menos árido que el Estrella. A esa hora resultaba mejor que los peseros, que iban atestados, alocados, con enfrenones constantes, sin posible contacto físico ni visual con pasajeras, y por un camino sin atractivos y ya muy visto. El Fundidora rodeaba la Alameda, se detenía un buen rato frente al Sótano, Porrúa, el largo camino hacia la Librería Del Prado, y a esa hora, mediodía, en el Hemiciclo se juntaban turistas en shorts o hot pants, acariciables, deseables; seguía por Juárez y Ejido, rodeaba el monumento a la Revolución donde uno hacía siempre el mismo chiste de Ríus (“está hueco”) y se prometía entrar, subir, meditar ante la tumba de Calles cómo se puede ser héroe y villano al mismo tiempo (poco después, Yáñez se hizo la misma pregunta en una de sus mejores novelas); enfilaba hacia Insurgentes y uno veía pasajes de películas sórdidas, y advertía cómo se transformaba en el inhóspito corredor lleno de talleres, oficinas y hoteles lo mismo de paso que de lujo, o en un barrio que se negaba a modernizarse; calles sin sombra, llenas de polvo, sin mujeres deseables; el puente de Nonoalco lleno de referencias literarias y cinematográficas, y donde Rodolfo, Alejandro, Rubén y Luciano recitaban el principio del último capítulo de La región más transparente, y yo más bien imaginaba a Luis Beristáin gritando “las campanas, las campanas” ante la mirada atónita de Leticia Palma, y uno no sabe si ya se lo echó o iban a eso. Y luego se volvía carretera habitada por casas lujosas o cabañitas miserables, y en los prados que la circundaban, grupos jugando béisbol o futbol, o parejas en busca de intimidad o cuando menos de soledad.
Después entraba a la colonia Industrial y se metía de lleno a Fundidora de Monterrey, pasaba por el centro escolar que en los años cuarenta debe haber sido un infierno; se veía a la derecha el Api-Can, donde La Pantera y La Española alegraron la vida monótona de los jóvenes del rumbo, y pensé que era una lástima que apenas fuera mediodía porque en General Popo no estarían Luis, ni Cari, ni Marialex ni Sara, para echar relajo un rato, ni que en Tenayo hubieran regresado ya Mario y Arturo; se acababa la modorra y se espantaba el sueño, así que se me antojaba platicar un rato, comer tarde, y dormir de filo hasta el sábado.
Caminé de Fundidora hasta Tenayo, por Fortuna y no por Éuzkaro, tratando de reanimarme; hacía mucho que no veía de día esas calles, que no me detenía en la ferretería a admirar el aparador, que no miraba de lejos el parque donde tantas veces me ponché y tan pocas pegué de hit, y sólo una vez un jonrón; esas calles que poco antes recorríamos en bicicleta para ir a admirar de lejos a las Quiroz, a las Ferrer; donde, después, tuvieron lugar las fiestas más divertidas, estrambóticas, conflictivas, mientras oíamos a Ella Laboriel cantar diez veces la misma canción, o donde el estrella era Rafael Borja, ni siquiera Enrique.
Retrasé tanto la llegada a la casa que ya eran las dos de la tarde; convencido más que vencido, decidí que era mejor dormir hasta la noche y llegar después a ver a Mario, a quien tampoco veía desde hacía tres días.
—¿Dónde estabas? –me dijo mi madre en vez de saludarme—. Gustavo te anda buscando desesperado, que le hables.
Pero si ya terminamos, pensé. ¿Por qué no se duerme, como los demás?
—Eduardito, cómo eres vago –me dijiste—. Saliste de aquí a las 11. Regrésate porque hay que repetir la revista.
Me di un regaderazo de menos de cinco minutos que apenas me mantuvo despierto, y me fui en un Reforma-Chapultepec hasta el Ángel, y de allí a Nazas 77; eran las dos y media cuando abrí la puerta; malhumorado, Cuauhtémoc tecleaba con furia la Smith-Corona 250 de Gustavo, en el escritorio de la entrada; sonriente, Alfonso (“Quiubo Zovek”) saludó, como si no hubiera sido el que más había estado de pie desde el mediodía del martes, maqueteando, pegando, despegando; tal vez el cemento lo mantenía fresco, vigoroso, bailoteando en vez de caminar; Arturo, alto y flaco (“te habla el Negro Zumbón; que en cuanto llegaras subieras”), con los pantalones a la cadera, alborotado el cabello rubio, en cambio, apenas se sostenía en la periquera del restirador, alborotando páginas; alrededor de ellos, curioseando, sin tener en donde sentarse, cinco trajeados, como recién bañados, se mostraban impacientes, inútiles.
Saludé agitando la mano y en vez de entrar a la amplísima estancia (tres escritorios, cinco restiradores, una mesa donde se apilaban cartones, maquetas, botecitos de cemento, escuadras, lápices que siempre se perdían) di vueltas por el corredor que conducía a las dos recámaras que habían sido acondicionadas como oficinas; la grande, con vista a la calle, tuya; interior, oscura, amplia pero no tanto, la mía, con un clóset donde se acumulaban pósters y libros, revistas, archivos de fotografías (desnudos de Mariana Lobo, Leticia Robles, Helena Rojo, que atisbábamos con ansias; de desconocidas que correteabas y que Aníbal convencía para que posaran para él) y mi escritorio, con una Smith coronando un altero de papeles siempre en desorden. Dejé mi chamarra en el sillón secretarial, mi libro sobre el escritorio (Giacomo Joyce, que acababa de comprar en la mañanita, en la De Cristal de Nazas, a dos cuadras, antes de desayunar hot cakes en el cafecito de Sena casi esquina con Lerma) y fui a tu departamento, un piso arriba del de Océana y Falopio, enfrente del nuestro.
—Por fin –dijiste—. Te llamé desde las doce.
Tu departamento era exactamente como el de la oficina, sólo que diametralmente opuesto, tanto en la disposición del espacio como en el orden; los libros, cerca de diez mil, en los libreros de pared a pared; cada cosa en su sitio, los discos amontonados por temas, intérpretes, en orden de aparición, sólo que entonces no sonaba ninguno, en orden del visitante, del licenciado Rodolfo Echeverría, quien no se había quitado su saco azul con rayas blancas; en el sillón de piel blanca, con las piernas cruzadas, sonriente, curioseaba la colección de revistas eróticas que le habías puesto a su alcance (“con razón, con razón”, exclamaba en voz media, como para sí pero también para que lo oyéramos, al tiempo que detenía su vista, meticulosa, en las fotografías de Nadia Milton en un jardín, en un diván, tras una puerta; en ninguna película se vio tan bella como en éstas); a su lado, impaciente, nervioso, trajeado y también como recién bañado, Balmori corregía con pluma fuente cuartillas alborotadas. Tú añadías, suprimías, marcabas, alterabas, con tu Flair negra, que valorabas más que una Evershap, la pluma de los intelectuales.
Ni siquiera me presentaste al licenciado Echeverría, sólo explicaste que la revista, 40 años del cine sonoro mexicano, no había servido. Faltan textos alusivos, una cronología, más fotografías, ampliarla al doble, y tiene que estar impresa pasado mañana. A cada palabra tuya y del licenciado Echeverría, Balmori hacía un gesto de culpa, como si no hubiéramos incluido todo el material que nos dieron, como si no hubiéramos buscado decenas de fotografías de Santa, de Lupita Tovar (se parece un chorro a mi mamá, decía Alfonso, cuyo segundo apellido es Tovar), de Más fuerte que el deber, de Allá en el Rancho Grande, desconocidas si no es que inéditas; como si no hubiéramos trabajado dos noches intensas sin más asistencia que la de Nemorio, sin radio ni televisión, sólo las quejas de Arturo, las bromas de Alfonso, la impaciencia de Cuauhtémoc, la apenas perceptible presencia de Cisneros, de Fernando, y la etérea Azalea que tecleó algún texto y desapareció; de Adriana, quien huyó apenas vio la magnitud de la chamba; de la secretaria Rosita, quien se pasó esos dos días jaloneándose la falda porque creía, con razón, que le espiábamos las pantaletas rosa pálido.
—Cuauhtémoc está escribiendo unos textos, yo ya hice otro; crece el tuyo unas dos cuartillas, pero antes ve con Balmori a su oficina para conseguir unas fotos; de regreso pasas al taller y recoges nuevas galeras; Roberto llevó ya los textos y fue por los negativos. Si no estoy corrige las galeras y llévatelas de regreso a que hagan las correcciones –dijiste, por primera vez sin una sonrisa, no sé si vencido por el cansancio o por el tedio.
No sé por qué no les había gustado la revista. Hicimos lo que pidieron; los textos estaban bien. No sé por qué aceptaron el dummy si luego lo iban a cambiar; lo bueno es que ellos pagaban todo, la primera y la segunda revista. Ya no había de dónde sacar más fotografías. Otaola ya nos prestó las disponibles. Habrá que poner del nuevo cine; lo malo es que no me han llegado y las necesitamos para hoy.
—¿Te gusta Ravel?
Balmori jugueteaba con el selector del radio de su auto, un volkswagen como el tuyo, pero azul, no rojo.
—Me gusta más Debussy –dije, tratando de no bostezar, no por la música sino por el aburrimiento. Llevaba en el regazo varios rollos de galeras en papel couché delgado, llenas de talco porque apenas salieron de los rodillos, me las entregaron; corríamos el riesgo de que se corriera la tina; de cualquier manera, siempre teníamos las manos manchadas.
—Son dos, se toman juntos –repitió el comercial de moda, de los dos alka-seltzer pegados, en un solo sobre, que duró tan poquito tiempo.
Le daba la vuelta al paso a desnivel en Tlalpan, rumbo al Viaducto. Me agarré de la manija encima de la puerta. Manejaba peor que tú, pero no me dio un manazo como tú cada vez que me protegía de tu premura, de tus vueltas intempestivas, de tus ansias de ganarle a todos al correr por el Periférico, por Reforma —¿te acuerdas del letrerito que una vez pusiste en tu defensa: acaba usted de ser rebasado por un volkswagen?—. Tampoco me dijo que mi miedo no era sino rencor social.
(¿Te acuerdas que en tu agenda, en vez de la dirección para avisarle a alguien en caso de accidente, escribías: a la Cruz Roja, a Zabludovsky y al pueblo de México?)
Balmori siempre fue un conversador muy ligero, muy divertido, aunque no se soltaba sino que le gustaba reposar las palabras, calcular el efecto que causaban; era lo contrario de Cuauhtémoc, lapidario, burlón, a disgusto con todos; nunca compartía nuestras comidas ni paseaba con Alfonso y conmigo para ir a espiar al IFAL; Balmori era más serio pero menos enojón; sin embargo, platicaba de todo, con todos, sobre todo de cine; y se resistía a hablar de Aurora, por más que yo le insistía. Ese día no hilaba plática, soltaba frases sueltas, molesto porque deberíamos rehacer una chamba que ya habíamos dado por concluida, y que ansiábamos cobrarla, para sacar ya el primer número de Eclipse y de Audacia, listos para entrar a negativos en cuanto tuviéramos dinero.
Y como preveía Balmori, las fotografías no fueron suficientes. Pero también ya lo habías previsto.
—Vete con Vázquez Villalobos –me dijiste en cuanto entré—. Pasa antes por la imprenta. Ya tienen tus correcciones. ¿Tienes dinero para el taxi?
–Que lo lleve el licenciado Robles –dijo el licenciado Echeverría.
Me subí al auto más lujoso que hubiera visto en mi vida. Con la desventaja para el licenciado Robles de que a mí no me gustan los autos. Además, si manejara dejaría de ver a las mujeres. ¿Cuántas veces estuviste a punto de chocar por volverte a ver algunas piernas estupendas, alguna cintura núbil, algún rostro como de poema de Bonifaz Nuño? Una vez en Sullivan, mucho antes de que fuera refugio de las expulsadas de Pánuco, enfrenaste violento, aunque no había auto cerca, por ver a una transeúnte que, al inclinarse a recoger algo que se le cayó, nos mostró las pantaletas níveas.
—Quiubas maestrín —dijeron casi al mismo tiempo Agustín y Tovar (más bien éste se retrasó un poquito), quienes maltrataban letras de Rolling Stones, inventaban adjetivos, añadían picardía; Vázquez Villalobos, bigote en ristre, desplegó dos cientos de fotografías: Muñeca reina, El tunco Maclovio (pero sin Nora Cantú), Hasta el viento tiene miedo, y una que supuse que nos iba a causar problemas, pero mucha diversión: Verónica Castro desnuda; ¿puedo tomar dos?, le pregunté a Vázquez Villalobos; sí, pero me quedo con ésta, y tomó la más clara y nítida. Una la incluimos en la revista de cine, otra en Eclipse, para escándalo generalizado, porque mostraba los pechos pequeños y levantados del Rostro; años más tarde, en cambio, presumía de aquella dureza: al ponerle una medalla Julio Alemán, ella recordó aquel desnudo, único en su filmografía.
Dos horas me revolqué entre fotografías, stills, recortes, mientras el licenciado Robles (después, diputado: ¡qué cosas!, dirías tú) esperaba en la calle inhóspita, fría, rodeada de fábricas, vecindades siempre despiertas, arenas de boxeo y lucha libre, y cerca, el cine Internacional, donde el 27 de septiembre de 1968 se estrenó Hawai, de Robert Wise, con Julie Andrews y Richard Harris.
Dos horas ayudado por Agustín (¡mira nomás qué buena!), Sotero Garciarreyes, muerto de risa al ver a Roberta, Ana Martin (mira cómo llena los pantalones), Anel llena de maquillaje, en poses forzadas que a mí me parecían naturales. Escogiendo unas 50 que pudieran servir para llenar otras 48 páginas de una revista que dos días después debían de estarle entregando a los asistentes al cine Roble, en el homenaje de las autoridades a los primeros 40 años de cine sonoro mexicano.
Cuando regresé a la oficina ya sólo estaban Alfonso y tú.
—Los demás se rindieron –dijiste.
Con las galeras ya corregidas, chorreando talco, Alfonso cortó, hizo trizas, volvió a pegar, acomodó opacos para que fueran las fotos seleccionadas, que tú marcabas con tu Flair rojo, y anotabas atrás de ellas, con tu Flair azul, la medida siempre aproximada, que luego te corregía Nemorio, y los metíamos en los cartones anaranjados de los negativos, para ir a entregárselos a Negativos S.A., a primera hora del viernes santo, nomás que hubiera manera de llegar intacto a Ayuntamiento para que hicieran imposiciones, taparan manchas con el opaco, pusieran diurex anaranjado, y me lo entregaran completo a las 10 de la mañana para que lo llevaras al taller de Villicaña, quien se comprometió con Balmori que estaría listo para los invitados a la función de gala, presidida por el licenciado Echeverría, el sábado de Gloria a las 9 de la noche, a la que ni nos invitaron ni tampoco hubiéramos querido asistir. Lo que queríamos era que terminara ese ajetreo, que nos dieran ejemplares de la revista para almacenarlos en el clóset de Biblioteca 70, y descansar para el lunes volver a la rutina más normal, menos caótica: reportajes, artículos, traducciones, entrevistas para Eclipse, Audacia, Caso Clínico, el Calendario de Ramón López Velarde, las portadas de SepSetentas, de Joaquín Mortiz, las visitas de los martes a Armando, pasarse esa tarde leyendo a saltos el New York Review of Books, yo la sección deportiva en busca de los números de Héctor Torres, Aurelio Rodríguez, Horacio Piña, Vicente Romo; el cine en las mañanas, las escapadas para espiar en el IFAL, las entrevistas con Brenda Parlatto, los viajes a Naucalpan para alburear a Martita, ver de lejos a Juan Bañuelos, a Utrilla, a Garzón del Camino, y desternillarse con los chistes de Piazza contra Monsiváis; las pláticas diarias, o cada tercer día, sobre los libros que estuviéramos leyendo, corregir galeras, retraducir, recibir visitas, marearse cuando se iba Adriana (azules), intuir que había pasado Azalea (blancas), correr porque Navarrete me había conseguido un nuevo Richard Hull, Polo a ti un nuevo Malamud, Carlos una nueva enciclopedia erótica (que no me prestabas, con la que entrabas al baño), dos días a la semana tus clases en la UNAM, y por las noches, cuando ya te ibas a descansar, yo a las tertulias de Libros Escogidos que terminaban a las 9, las 10, las 11 o las 12 de la noche.


El arte de la memoria

Sabemos cuánto durará el año que viene podemos afirmar que el sol aparecerá mañana y hasta hay quien puede predecir con exactitud un eclipse pero estaba sin trabajo leyendo y escuchando música y el teléfono sonó y era Ignacio Solares a quien hasta esa llamada no conocía nunca había visto ni escuchado y me ofrecía que me hiciera cargo de la versión en español de una revista francesa semierótica llamada Lui revista que me gustaba muchísimo y que en nuestra lengua se llamó Don pero de la cual sólo apareció un ejemplar el número uno porque el dos y el tres aunque ya estaban hechos no pudieron salir por una campaña supuestamente antipornográfica organizada por la presidencia de mi tocayo Gustavo Díaz Ordaz o que iban a organizar más bien como para eliminar la competencia con otras revistas propiedad de líderes de los voceadores el caso es que Nacho Solares me presentó con don Raymundo Ampudia alto displicente canoso gordo dueño de la revista Hoy y de Caballero y cuando nos clausuraron Don este hombre me transfirió nos cambió a la revista Caballero que estaba de capa caída y que para entonces decidimos hacer con material mexicano es decir fotografías de modelos mexicanas en vez de comprar servicios de rubias desconocidas textos hechos en casa cuentos de autores locales y reportajes de automóviles y madrolitas que se hallaban en México éramos Ignacio Solares Cuauhtémoc Zúñiga Aníbal Angulo Roberto Jurado José Nemorio Mendoza Alfonso Rodríguez Perico y los muchachos de la publicidad no recuerdo bien si alguien más ah y Ricardo el hijo de don Raymundo que hablaba mucho y quería saber de todo así que fíjate Ricardo dicen que había un poeta en Grecia 500 años antes de Cristo a quien llamaban “el de la lengua meliflua” y este poeta que no sólo fue el primero en cobrar por sus poemas sino el inventor de la memoria del arte de la memoria que es como un alfabeto interno y el primero en llamar según Plutarco a la poesía pintura que habla y a la pintura poesía silenciosa y había quien piensa Ricardo que era contemporáneo de Pitágoras y presocrático y lo que se cuenta y lo cuenta Frances A. Yates y un montón de personas antes que ella y después que un noble de Tesalia llamado Scopas lo invitó a un banquete y Simónides de Ceos que es el nombre del poeta leyó un texto de elogio a su huésped que terminó analogándolo con los dioses Castor y Pólux y por eso el mezquino Scopas decidió pagarle sólo al poeta la mitad de lo acordado y como burla comentó que la otra mitad se la cobrara a los dioses gemelos a los que había aludido y que sin duda lo estaban esperando allá afuera y no por haber entendido la alusión sino porque un sirviente se le acercó y dijo que dos apuestos jóvenes lo esperaban afuera salió Simónides de Ceos que era homosexual y eternamente deseoso pero no lo esperaba nadie y dio la media vuelta para volver al banquete y en eso se desplomó el techo de esa casa y murieron todos los invitados y su anfitrión Scopas pero los cadáveres aplastados quedaron irreconocibles y ni sus parientes que acudieron a recogerlos para su enterramiento fueron capaces de identificarlos pero Simónides recordaba los lugares en donde estaban sentados a la mesa y los fue mencionando uno a uno y esta experiencia le sugirió inventar el arte de la memoria según lo cuenta Cicerón ya se sabe que uno vive repetido lo repetido como la historia que cuentan de Álvaro Obregón Presidente presidiendo un banquete y Ramón López Velarde recitando en un rincón de la estancia su Suave Patria por primera vez aún leyéndola nuestro señor te escrituró un establo y los veneros de petróleo el Diablo y al terminar el señor Presidente se levantó iracundo y teatral vociferando que ese poema se lo había copiado López Velarde y como para probarlo se puso a recitarlo a su vez palabra por palabra para azoro de los presentes deslumbramiento mío también al ver cómo te puedes acordar de tanta gente y tantos nombres querido Eduardo Mejía y tantas calles cuando yo apenas estoy seguro que Vicente Leñero me contó que nuestro amigo Leopoldo Duarte se mató de un balazo en la sien ay unos años después deseo de terminar de una vez por todas final de finales la oscuridad campeando adentro del hombre en los repliegues del hombre en la vida hay más pruebas que momentos de gozo y la biblioteca el hermoso orden de los libros alfabetizados en los libreros pintados de blanco hospitalario en mi amplio departamento aquí los ingleses acá los narradores alemanes tan densos y tan provocativos Alexander Kluge Estalingrado: descripción de una batalla acá los poetas por orden de estaturas o de traductores o cronológico o de editoriales cualquiera que fuera su nacionalidad y más allá los norteamericanos la narrativa latinoamericana México en la otra habitación dividido en prehispánico colonial siglo XIX y siglo XX y todavía más allá los libros de teoría literaria y las revistas literarias las de historietas los suplementos los italianos los franceses los centroeuropeos los libros de consulta y los locos completos los insensatos enteros los irremediables los malencarados los mafiosos Malraux fotografiado justamente ahí y Evtuchenko y Robbe-Grillet y Natalie Sarraute y Malcolm Muggerich y Gunther Grass porque de la Secretaría de Relaciones Exteriores mandaban a todos los escritores que llegaban a México a visitar ese recinto de alfombras blancas y muebles de mármol y cortinas espesas blancas “ni Hitler” dijo Carlos Fuentes la primera vez que entró y García Márquez Revueltas Octavio Paz José Donoso Cabrera Infante también fueron seducidos por ese orden y esas paredes cubiertas de libros de piso a techo que muchos empleados de la Editorial Grijalbo ayudaron un día a empacar en cientos de cajas que me regaló esa empresa y también nos ayudaron a cargar cinco camiones de diez toneladas al principio sólo habíamos alquilado los servicios de un troquero pero al colmar su enorme camión llamamos a otros dos y al llenarlos a otro y finalmente a otro la caravana rugidora hasta la frontera embistiendo el aire caliente el puro tiempo la biblioteca con ruedas las horas blandas quietas el calor los huizachales allá lejos mientras los esperaba nervioso como si tuviera al desierto dentro de mí en la aduana como si la vida pudiera empezar de nuevo asustado de lo que podía pasar y todavía no pasaba y cuando llegamos y rodaron los camiones enormes hasta detenerse allí toc toc ¿quién es? nos pidieron abrir los cinco camiones como cinco bodegas y dijeron que tenían que revisar caja por caja que ¿cómo saber si llevaba joyas arqueológicas o drogas? “pero cuánto se pueden tardar cuánto les va a tomar eso” casi gimoteante angustiado inquieto desconcertado amenazado nervioso “pues como seis meses” dijo el que parecía el jefe y “¿seis meses? ¿cómo que seis meses?” desolado ante los camiones pesado denso vencido de antemano y “¿dónde está su jefe?” el camino hasta una oficina en un segundo piso o primero como se cuente y el hombre allí cínico formal conciliador sorpresivo “pos ahí ofrézcales algo” dijo con sencillez y ronquera de fumador no se preocupe y el camino de reversa acalorado los pasos largos zancadas y un agresivo “dice su jefe que les ofrezca algo” como cargando de sentido la palabra algo y en eso uno de los vistas que revisaba la cabina del primer camión salió con un ejemplar de Jaula de palabras una antología que acababa de salir todavía calientita de la imprenta y yo llevaba veinte copias sobre el asiento o más y otro dijo “pues un libro autografiado” la sonrisa un poco forzada y luego yo firmando cordialmente los festeja su nuevo amigo su nuevo colaborador y amigo para Ismael o Jorge o Chema o Federico en la orilla norte de México atentamente y la salida no pertenece a nadie pero la entrada es una decisión ineludible la aduana norteamericana adonde nos pidieron hacer calles al centro de los camiones entre las cajas unos como desfiladeros de cajas que decían Grijalbo Grijalbo Grijalbo y entraron por allí con un perro que olisqueaba todo y pedían abrir esa caja y esa otra y esa tres por camión un hermoso perro pastor alemán vigoroso inquieto alerta vivaz nunca se puede hablar de algo al ir siempre al volver el cielo azul nubes desvanecidas hacia el oeste y luego la aduana estatal al cruzar de Texas a New Mexico adonde el funcionario aduanal sólo nos indicó con la mano que siguiéramos nuestro camino el desierto a derecha e izquierda el sol atrás y adelante mucha luz sólo faltaban los pastores nómadas con sus túnicas y telas cubriéndoles la cabeza y casi podía ver la multitud de criaturas bacterianas que se recreaban a sí mismas en las escamas fermentadas de pescados podridos miles de años atrás los fósiles la arena agrietada las planicies de cuarzo reducido a microcristales desparramados bajo el sol las ficciones que vendrían acechándome los caminos sin riesgos no merecen la pena peligro inherente pero no cardinal era como una ficción el primer camión como a la orilla de una fotografía Unamuno diciendo que la única historia verdadera es la leyenda puesto que es en lo que creemos mis tres escritores peninsulares favoritos eran Miguel de Unam-uno Benito Pérez Gal-dos y Alfonso Sas-tres sólo podemos vivir en el eco de los acontecimientos no podríamos vivir en un instante estático los cinco camiones en fila rodando por esa carretera anómala como una cicatriz en ese paisaje y ese que yo era preguntándome si las palabras no serían las que juegan con nosotros como los objetos el universo del cual somos presa como si las palabras se adelantaran exageradamente a mis frases como si el camión líder devorara el paisaje la cinta asfáltica la incoherencia me parece preferible al orden que deforma un largo camino precedía mi camino del libro al libro como si el futuro llevara el peso de todos nuestros pasados si hubiera historia ay si hubiera lo increíble es que han pasado más de treinta años y hay cajas que iban en esos camiones que aún no han vuelto a ser abiertas que se mantienen cerradas inviolables misteriosas formales qué imagen el escritor el que soñaba con ser escritor con su biblioteca sobre ruedas atrás de sí como Bartolomé de las Casas que llevaba todos sus papeles en burritos su biblioteca empujándolo hacia el horizonte inalcanzable el cielo ordinario estridente azul con nubes desvaídas grises el día abierto implacable vasto indecible deslumbrante el infinito deseado de súbito lo quería todo imagínate otra escena sin tratar de enmascarar su discontinuidad como en los sueños dos parejas jugando con una baraja en la semioscuridad de una habitación de hotel el tiempo casi detenido pero no se apuestan puntos ni dinero sino prendas de ropa prendas que había que quitarse y risas y bebidas y la muchacha rubia que se quitaba un zapato y al poco rato el muchacho de anteojos se quitaba los pantalones y más risas estábamos muy animados y bebíamos de un líquido que podría ser whisky con soda o ron con cocacola o vodka o tequila lo poco a poco de lo súbitamente la morena que leía el tarot todas las mañanas despojándose de la camisa el insomne tomando otra carta y de acuerdo a sus reglas recientemente inventadas abrazaba a la rubia que sorprendida se dejaba caer sobre la alfombra y los dos rodaban abrazados sus miradas inquisitivas que se fueran al diablo los sentimientos gozosos la morena desabrochándose el sostén sobresaltada el de anteojos ya completamente desnudo a no ser por los gruesos anteojos la rubia despojándose primero de las bragas bombachas les dicen en Argentina al muchacho de anteojos le tocaban quince minutos con la morena prodigiosa que todavía mantenía una prenda de ropa todas las locuras eran posibles había que atreverse el deseo se cernía sobre necesidades intercambiables nuestra búsqueda de placer las intensidades mesurables o mejor inconmensurables la rubia descubría por fin sus senos maravillosos y los pezones ligeramente oscuros parecían mirarlos interrogarlos yo la verdad lleno de proyectos sobre la rubia como si naciera entre sus brazos blancos torneados sonriendo lujurioso y feliz haciéndole un guiño a los censores y un gesto a lo imposible animal de dos espaldas aquellas mujeres aquel juego lugar de la dislocación íntimo intenso secreto el acto sexual versión jurídica del erotismo los cuatro vientos de la ausencia de espíritu soplando desde ninguna parte y a la mañana siguiente las fotografías de esas muchachas en los jardines de Cocoyoc las mujeres con esos cuerpos que los hombres no tenemos su desnudez mientras posaban como separándose de nosotros como consagrando la separación discontinuas deseables y luego esas fotos en el primer número de la revista Caballero bajo mi dirección ¿una escena primitiva? la rubia alzando los brazos bajo una bugambilia presumiendo las curvas de su cuerpo su armonía su capacidad libidinal cubriéndose los senos desnudos con las manos anilladas pletóricos exponiéndose como una obra de arte inmóvil letal inmutable hermosa turbadora lo que sucedía a causa de esta escritura no es del orden de lo que sucedía murmurándoles a las amigas que se conocieran a sí mismas el río siempre es más duradero que el mármol sus cuerpos espectaculares la revista Caballero era mensual y la hicimos durante dos o tres años Aníbal Angulo el fotógrafo y José Nemorio Mendoza y Cuauhtémoc Zúñiga hasta que arribó un hombre rico a nuestras oficinas y quiso comprar la publicación bajo el entendimiento de que si se cerraba el trato él asumiría el cargo de director quién sabe qué se imaginaba de pronto ese hombre elegante convertido en el Apremiante el Sobre-eminente cuando no el Perseguidor el señor Raymundo Ampudia dueño de la revista tratando de convencernos agobiándonos atestándonos deshaciéndonos sustituyéndonos y nosotros ya afuera renunciamos todos sin lágrimas de ninguna especie más bien rabiosos nunca rendidos y decidimos abrir nuestra propia oficina hacer nuestras propias revistas y como estaba vacío el departamento 5 del edificio de Río Nazas 77 adonde vivía yo lo alquilamos siempre de regreso en los caminos del tiempo ni adelantados ni atrasados tarde era temprano cerca lejos y siguió la escrituración de la sociedad y Palmira Garza que quería hacer la revista Caso Clínico y las conversaciones con la Editorial Novaro con la Encuadernadora Olimpia con Impresora Mexicana las alianzas los convenios los proyectos el Calendario de Ramón López Velarde la Subsecretaría de Cultura a cargo de Gonzalo Aguirre Beltrán mi amistad con Sergio Galindo las clases en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales la revista Siete pero primero Eclipse y Audacia la papelería de una Secretaría de Estado de un Partido Político las portadas para los libros de varias editoriales el folleto para conmemorar los quién sabe cuántos años del cine sonoro mexicano la oficina en realidad un departamento las dos recámaras como cubículos de archivo y trabajo la estancia principal adonde deberían ir la sala y comedor los restiradores la mesa de luz mi escritorio y el de Rosita la secretaria delgadita y dulce y casi comestible la mesa para formar el escritorio de Palmira ¿o era un restirador? la biblioteca arriba en el departamento 6 para recibir a los clientes importantes el licenciado Rodolfo Echeverría visitándonos el martes de una semana santa para acordar hacer ese libro del cine sonoro mexicano y tenerlo listo el lunes inmediato menos de una semana después y justamente a caballo del jueves y viernes santos en que las imprentas estaban cerradas las copias fotográficas de Copias Económicas allá en el centro en Artículo 123 la proposición como un reto una encrucijada una acumulación de problemas y la decisión de asumir todo eso como una prueba un reto un desafío y “sí licenciado sí cuente con eso sí venga a mirar si quiere cómo progresa sí trabajaremos día y noche sí” y la llamada a Otaola para conseguir fotografías de la película Santa Balmori no recuerdo si hizo algo ¿o mi deber será inventarlo todo? pero tú si te has de acordar y a la vez teníamos la producción de todas nuestras revistas y tampoco recuerdo cómo resolvimos la alimentación ni con cuántos automóviles contábamos a veces un como inmenso titubeo hacia una imperceptible luz y mi necesidad de amor loca inimaginable e incluso desesperada nuestra Odisea apenas empezaba.

3 comments:

R said...

Interesante el amigo Calasso. Su libro Ka es de lo mejorcito que he leido nunca.

Anonymous said...

Tu nos llevas de sorpresa en sorpresa, y la entrevista que concediste a Eve, me gustó mucho, pero mucho más tu libro El Juego de las Sensaciones Elementales, siempre te recomiendo, no solo como mi maestro, mi colega y admirado escritor. Qué lindo suena tu nombre y el mío en mancuerna literaria, para envidia de muchos, y gusto de otros más.

Te quiere a rabiar tu incondicional amiga.

Alma lilia joyner

Tlacuilo said...

Septiembre 1, 2007.

Estimados Lalito y Gustavo:

Les saludo y platico que estoy trabajando un escrito, por muchas razones de gratitud, sobre Cuauhtémos Zúñiga y la amistad que tuve con él. Quizá sirva indicar que, por varios años, fuí crítico de cine del suplemento cultural "La Onda" del desaparecido periódico Novedades.
No cuento con algunos datos importantes como las fechas de la tragedia que le arrebató la vida a Cuauh, la de su nacimiento y su ciudad natal (entiendo que era sonorense): ¿me pueden auxiliar? Se los agradeceré infinito. Acabo de imprimir apenas su texto y ya casi son las seis de la mañana de hoy sábado. Luego les doy mis comentarios sobre él.
En tanto, reciban un abrazo y un saludo cordial de

Luis Arrieta Erdozain