Monday, July 30, 2007

Entrevista por Eve Gil

¿De dónde surge la idea de esta autobiografía a cuatro dedos?


Durante una de mis visitas a la ciudad de México, tuve oportunidad de desayunar una mañana con Eduardo Mejía quien acababa de publicar un libro sobre Gabriel Zaid, más bien una antología. Conversamos animadamente y poco después yo regresé a Bloomington, Indiana, que es donde vivo. Ya en casa unos días después recibí un correo electrónico de Eduardo, que es más o menos el primer capítulo de El Juego de las sensaciones elementales. Me contaba el recorrido que hacía para ir a una oficina que compartimos durante algunos años, las calles que recorría y un sin fin de nimiedades que me dio mucho gusto evocar. Entonces le propuse que hiciéramos un libro para reconstruir esa época, esos años en esa oficina que se llamaba Equipo Creativo, adonde hicimos tantos trabajos supuestamente importantes. Muy poco tiempo después yo hice mi capítulo, y luego él otro, y yo otro. Esto planteaba un problema estructural que me resultaba interesante. La narración siempre se dirige a un narratario, es decir alguien a quien está destinada. Así los capítulos que escribía Eduardo me los dirigía a mí, y los que yo escribía se los dirigía a él que no dudaba en hacerme correcciones y rectificaciones, ya que su memoria es realmente excepcional. Cuando avanzamos un poco en ese proyecto, que duró unos meses, Eduardo me dejó a mí la opción de titular los capítulos, así como el libro en su totalidad. Y ya el libro en pruebas finas él me sugirió subtitularlo Autobiografía a cuatro dedos, porque ambos escribimos ahora en las computadoras con sólo dos dedos. Lo que llamo “sistema bíblico”, es decir, busca y encontrarás. Yo empecé a publicar artículos en los periódicos a los 10 años de edad y desde entonces no he dejado de escribir, por lo que nunca tuve o no quise perder ese tiempo de escritura, intentando escribir con todos los dedos. Me imagino que la historia de Eduardo debe ser similar. Aunque debo señalarte que casi toda la gente que me ha visto escribir con el dedo índice de la mano derecha, se sorprende de la velocidad que alcanzo al recorrer el teclado, usando sólo el índice de la mano izquierda para las “a, q, s, z y ocasionalmente la e”, además de la tecla de mayúsculas.


¿Qué intenta expresar el título de la obra?

La historia que contamos es una historia de encuentros felices, con el trabajo realizado, con los amigos, con la comida, con los proyectos, con las amadas mujeres. Se cuentan unos años, o meses de felicidad y desencuentros, pero donde todos los que intervienen tienen el deseo de hacer cosas. Las maneras de fracasar son múltiples, como las maneras de triunfar. Lo espantoso sería que no pasara nada. Lo que más tememos como seres humanos en una anestesia afectiva. Lo bueno y lo malo que nos sucede son las sensaciones elementales, y la vida es un juego ¿o no?


¿Hubo algún acuerdo para que Eduardo Mejía narrase en segunda persona y tú en primera? ¿Por qué ese recurso?

En realidad no hubo ningún acuerdo. Así fue desarrollándose. Y lo extraño es que yo ni siquiera me había dado cuenta, hasta ahora que tú lo señalas. Cada capítulo que me mandaba Eduardo me hacía evocar otros acontecimientos que yo me apresuraba a contar. Más o menos hacíamos un capítulo cada uno de nosotros por cada semana. Y si bien yo abolí la puntuación o cambié todos los signos gramaticales por comas, Eduardo siguió una puntuación ortodoxa, tradicional. Ocasionalmente él se adelantaba, o yo, y teníamos tres capítulos sin respuesta, pero pronto nos alcanzábamos, yo en Bloomington, Indiana y él en ciudad de México.


¿Por qué un escritor joven y afamado decide editar una revista para caballeros y que aprendizaje vital e intelectual obtuvo de la experiencia?

Pienso que un escritor es sólo escritor mientras escribe, y el resto del tiempo puede tener una tienda de granos, como tenía Jaime Sabines, o un puesto diplomático, como tantos destacados intelectuales de nuestro país. A mí me gustan mucho las revistas. Colecciono muchas, leo muchas, y sueño con seguir haciendo revistas, diagramándolas, planeando su distribución y sigo haciéndolas. ¿Conoces Transgresiones? Es mi más nuevo proyecto, aunque también estoy por publicar una revista virtual. Este es un espacio muy corto para desarrollar qué aprendizaje vital e intelectual obtuve de esa experiencia, resultado que se puede más o menos leer en la novela que nos ocupa, pero además de la interacción con admirables personas, y un conocimiento pormenorizado de muchos aspectos de la historia, la sociología, la antropología, la economía, la literatura y la fotografía y el dibujo en México, indudablemente marcó mi carácter y mi manera de ser hasta nuestros días, 35 años después de los acontecimientos narrados.


Señalas en tu libro que siendo Octavio paz embajador en la India, ibas a recogerlo al Hotel María Cristina, casualmente el mismo adonde te hospedas cuando vienes a México. ¿Te transmitió Paz ese hábito? ¿Lo recuerdas cuando estás ahí?

El hotel María Cristina es un lugar preferido por los intelectuales. Ahí he ido a recoger o a visitar a personajes como Graham Greene, Malcolm Muggerige, Alain Robbe-Grillet, Michel Butor, Gunther Grass, Enrique Pezoni, Italo Calvino, Manuel Mujica Láinez y muchos otros. En estos últimos años he coincidido ahí muchas veces con Sergio Pitol y con muchos buenos amigos académicos de universidades norteamericanas y europeas. Es un hotel pequeño, amable, con un bello jardín y un espléndido y sabroso restorán. Además por sus dimensiones parece un hotel europeo. Tiene una bella escalera, y el personal es casi el mismo que había hace 35 años, y para ahora somos grandes amigos. A Octavio Paz lo traté mucho, pues éramos casi vecinos, vivíamos a cuatro calles de distancia y él no tenía coche, así que yo lo llevaba a sus conferencias en el Colegio Nacional, o al Fondo de Cultura o adonde tuviera que ir, y comíamos juntos una vez por semana como mínimo. Recuerdo a Octavio casi todos los días de mi vida, no sólo cuando estoy en el hotel María Cristina. Su lección es imprescindible y la mayor parte de su trabajo es contundentemente vigente.


¿Ya entonces Elena Poniatowska trabajaba en su novela de ferrocarrileros?

Ese proyecto en efecto data de esa época. Fue entonces cuando Elenita hizo las entrevistas con Demetrio Vallejo que la trastornaron más de la cuenta. Yo le presté el libro Juan del Riel, de José Guadalupe de Anda, que es una de las primeras novelas de ferrocarrileros, y discutimos mucho José Trigo, que tiene dos excelentes capítulos sobre el mismo tema. En esa época Elena me invitaba a comer a su casa, que estaba muy cerca de Ciudad Universitaria, y pasábamos sobremesas muy divertidas y estimulantes.


Además del cierre de tus revistas ¿cuál fue el momento más traumático que viviste durante aquella época?

El día que cerramos la oficina. Un amigo ya desaparecido, Carlos Hernández se llevó los muebles para guardarlos en una casa muy grande que tenía. Años después Carlos murió y quizás los muebles todavía estarán ahí, esperándonos. El haber tenido que cerrar nuestras publicaciones fue una catástrofe, sobre todo en su aspecto económico, pero si no hubiera sucedido eso no hubiéramos hecho ni los Sep Setentas ni la revista Siete, así que podemos ver ese episodio como un percutor. Despojarlo de su significado siniestro y fijarlo como algo incómodo, sucio, arbitrario y abusivo que logramos convertir en un nuevo punto de partida.


¿Qué se sentía tener entre tus lectores a Echeverría?

Una gran sorpresa. A Echeverría lo había conocido poco antes de que iniciara su campaña como candidato a la Presidencia. Me las arreglé para diseñar y hacer toda la propaganda impresa de la misma, y en una gira en que acompañé a su comitiva, me sorprendió que en más de 16 horas el licenciado Echeverría no había ido al baño. Le pregunté cómo lograba ese control tan extraordinario, y me dijo con una sonrisa: Las expectativas, Gustavo, las expectativas. Claro que de ese comentario a la mañana que me llamó personalmente para preguntar por qué no había salido la revista Siete, pues fue más que una sorpresa un susto mayúsculo, pues ni en mis sueños había pensado que al señor Presidente de la República podía interesarle nuestra publicación, que estaba pensada para estudiantes de educación secundaria.


¿Qué hay de José Agustín? ¿Por qué sólo aparecen alusiones despectivas a su persona en el libro? ¿Así se llevan?

No recuerdo haber hablado de José Agustín en este libro porque él no nos acompañó en esta aventura, aunque si en muchas otras. José Agustín es un gran escritor, muy dinámico y energético. Lo conocí cuando apenas había publicado La tumba. Ambos éramos estudiantes en el Centro de capacitación Cinematográfica de la UNAM, y tomábamos una clase con Sam Peckinpah, el extraordinario director de The wild bunch. Quizás en los capítulos de Eduardo se le menciona, como te digo no recuerdo.
Pero siempre me da mucho gusto leer lo nuevo que publica, encontrarlo, interactuar con él, saber de él. Me produce indudable orgullo saberme su amigo.


¿Con qué te quedarías de todas esas experiencias?

Qué pregunta más difícil. En realidad cada capítulo que me mandaba Eduardo provocaba en mí una propensión a la concentración, una excavación profunda en la memoria, y un gozo intenso al recordar determinado episodio, que me precipitaba a transcribir. Mi abuelita que era muy sabia y que me dijo muchas cosas que norman mi vida y nunca olvidaré, me dijo también que el sentido de la vida es precisamente sobrevivir en las situaciones hostiles. Sobrevivir calmadamente, sin sobresaltos, razonando siempre, como si se tratara de un juego de ajedrez. En este sentido me encanta Manning, el core back del equipo de futbol de Indiana, los Colts, que no importa si va perdiendo, si no puede hacer nada, o si va ganando arrolladoramente, él siempre está frío, calmado, y puede organizar su juego con precisión de relojero. Ahora bien, si tuviera que razonar en qué me sirvió ese periodo determinado, te diría que me ayudó al conocimiento de mis propias emociones, que me enseñó la capacidad de controlar mis emociones, la capacidad para controlarme a mí mismo, el reconocimiento de las emociones ajenas y el control de las relaciones.


¿Sigues siendo favorecido en el amor?

La persona enamorada que se siente correspondida se siente feliz. La realidad se vuelve significativa y estimulante mientras esa correspondencia continúe activa. Consecuencia: hay que vivir enamorado, saber combinar lo hedónico con lo afectivo, la convivencia con los proyectos creadores y la fecundidad compartida. Italo Calvino lo dice de una manera muy bella. De las muchas teorías hay una que implica que el infierno está aquí, y nosotros estamos en él. Entonces, sigue más o menos Calvino, el arte de vivir consiste en encontrar a esas personas que no son infierno, y tratar de interactuar con ellas y de vivir a su lado. Durante la etapa del enamoramiento uno se siente más locuaz, más animoso y más brillante. Yo siempre quiero vivir enamorado.


¿Por qué últimamente te ha dado por escribir a cuatro manos? ¿Tiene algún atractivo en particular?

Seguramente te refieres a otra novela escrita en colaboración titulada A rienda suelta. Esta novela la escribí con una amiga que hace muchos años era mi estudiante en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Ella se llama Alma Lilia Joyner, y también por Internet decidimos hacer una novela en común. Esto es como llevar la escritura a un estatuto de juego. Tú tiras, yo tiro. Es como una cocina de la escritura. Tú desarrollaste un episodio y yo te digo que le hace falta estragón y unos granos de sal. O tú me lo dices a mí. La novela A rienda suelta es un libro de jóvenes preparatorianos que escuchan rock y viven con familias disfuncionales. Pero no sólo hago novelas en colaboración, que también de alguna manera, cuestionan el concepto de autor. También escribo mis propias novelas. Después de A troche y moche, que ganó el Premio Colima y el Primer Premio México Québec, he terminado otro libro, que espero aparezca este 2007. Tú me entrevistaste en ocasión de la salida de A troche y moche, lo que te agradezco mucho. Cuando hicimos esa entrevista te vi por primera vez. Recientemente la editorial Alfaguara me la acaba de devolver, con el pretexto tan irrazonable como razonable, de que no se vende. ¿Pero no se trata de que los escritores escriban y los editores y los libreros vendan?


¿Qué escribes actualmente?


Estoy desarrollando una nueva novela con una amiga, he escrito un par de libros para niños y una novela que mandé a un famoso concurso y que debo mantener en secreto, por lo menos hasta que se sepa que no gané. Tengo demasiados asuntos que me gustaría desarrollar de una manera narrativa. Pero también tengo dos hijos, dos clases que ofrecer, tesis que dirigir, películas que mirar, y sobre todo cientos, miles de nuevos libros que estoy desesperado por leer. Por cierto que acabo de iniciar Un soplo de vida, el libro póstumo de Clarece Lispector. Imagínate un libro que comienza así: “Esto no es una lamentación, es el grito de una ave de rapiña. Irisada e inquieta. Un beso en la cara muerta”.


Algo que quisieras agregar…

Me gustaría que este diálogo pudiera continuar indefinidamente. Creo que fluye con interés. Es secuencial y lo estamos llevando a cierto paralelismo. Me gustaría seguir cuestionando la lengua en mis quehaceres narrativos, enfrentándome a la complejidad, intentando conjugar lo universal con lo concreto, lo científico con lo estético, lo racional con lo poético, lo riguroso con lo sentimental, lo occidental con las otras culturas, la extensión con la profundidad, lo moderno con lo posmoderno. Pensar en bloque y escribir en línea. Argumentar en línea y expresar en bloques. Sería fantástico llegar a escribir otros libros más. Claro, luego vendría el problema de publicarlos. A ver quién se anima. Aunque si se publican luego viene la maravilla del encuentro con un lector, o lectora que nació 40 años después que tú, o más. Y ese encuentro genera otra conversación, una estimulante conversación.


Monday, October 02, 2006

Fragmento :

Por Gustavo Sainz y Eduardo Mejía


…Aquí acudió en su ayuda la falsa etimología, amiga del pensamiento. Ladrillo, decían citi. ¿Y qué significa citi? Es cit-, que quiere decir “pensar intensamente”. Cada ladrillo modelado y cocido era un pensamiento. Su consistencia era el espesor de la atención. Cada pensamiento tenía la forma de una piedra. No desaparecía, no se dejaba deglutir por el torbellino de la mente. Se convertía en algo sobre lo que apoyarse. Allí se apoyaba el pensamiento sucesivo, y lentamente se alzaba una pared surcada de junturas. Eso era la mente, eso era el cuerpo: reconstruidos ambos, con las alas desplegadas.

Roberto Calasso: Ka


Aquellos que vean claramente la verdad de la geometría de los indivisibles podrán admirar la magnitud y la potencia de la naturaleza en esta doble infinitud que nos rodea por todas partes, y por esta consideración maravillosa, aprender a conocerse ellos mismos contemplándose situados entre una infinitud y una nada de extensión, entre una infinitud y una nada de números, entre una infinitud y una nada de movimiento, entre una infinitud y una nada de tiempo…

Denis Guedj: El teorema del loro



--No, Hölderlin, no pongo nada por encima del individuo como fuerza impulsora de la Historia. El la hace, y él es la Historia.
--Si así fuera –Hölderlin habla como para sí, como explicándose a sí mismo el sentido de lo que ha escrito, se aleja del realismo que a veces le ahoga--, si así fuera, la Historia efectivamente existiría, pero no tendríamos conciencia de ella. Y no perteneceríamos a ella. No quiero negarle al individuo ningún valor, pero éste sólo puede integrarse en la Historia como una parte, una partícula de una totalidad. Y la totalidad no puede ni quiere tener en cuenta las tendencias de cada partícula.

Peter Härtling: Hölderlin


Some are dead and some are livin…

John Lennon: In my life, en Rubber Soul


La Pantera y La Española

Fueron dos noches en vela seguidas. Nos despedimos con la convicción de que no queríamos volver a vernos hasta el lunes, aunque apenas era jueves.
Pero no me fui directamente a dormir, sino a Libros Escogidos; iba con mucha frecuencia, pero por la noche, una hora antes de que Polo bajara la cortina de la librería (Avenida Hidalgo 21-C), y casi siempre cruzaba Hidalgo, sorteaba los camiones que iban hacia la Lindavista, la Estrella o la Tres Estrellas, atravesaba Doctor Mora, más angosta pero más peligrosa porque había que esquivar los taxis que esperaban a los parroquianos, y entrábamos al Horreo, a una tertulia casi siempre de una hora, de un par de horas. Pero a veces hasta la medianoche.
Polo me vio con desconcierto:
—¿Por qué no has venido? Todos preguntaron por ti.
Todos eran los de la tertulia del martes, los pintores Heriberto, Armando, Adrián, Arnoldo, Vicente; y los del miércoles, los bohemios Benito, Valentín, Arturo Federico, el multifacético Adrián.
—Llevamos trabajando dos días con sus dos noches –me quejé.
Pero estaba muy cansado; hojeé las novedades, vi emocionado un ejemplar de Thomas Mann (Penas tempranas) que Polo me había rescatado y le juré que el sábado pasaría por él, cuando acudiera a la tertulia general, con la de los lunes (cineastas), martes, miércoles, jueves (poetas) y viernes (otra vez los bohemios), pero presidida por Otaola y animada por Raúl (por los dos Raúles, mejor dicho).
—Llévatela –me ofreció—. Me la pagas después –y la anotó en una libreta maltratada, casi sin hojas limpias, llena de tachaduras, añadidos, cuentas al margen, rebajas sin fin: la vida económica de la intelectualidad mexicana.
Crucé Hidalgo por el túnel del Metro, con lentitud porque adelante iba una morena de minifalda, pero se cuidó de no mostrar más que parte de sus muslos. Abordé un Fundidora, que ofrecía un camino menos árido que el Estrella. A esa hora resultaba mejor que los peseros, que iban atestados, alocados, con enfrenones constantes, sin posible contacto físico ni visual con pasajeras, y por un camino sin atractivos y ya muy visto. El Fundidora rodeaba la Alameda, se detenía un buen rato frente al Sótano, Porrúa, el largo camino hacia la Librería Del Prado, y a esa hora, mediodía, en el Hemiciclo se juntaban turistas en shorts o hot pants, acariciables, deseables; seguía por Juárez y Ejido, rodeaba el monumento a la Revolución donde uno hacía siempre el mismo chiste de Ríus (“está hueco”) y se prometía entrar, subir, meditar ante la tumba de Calles cómo se puede ser héroe y villano al mismo tiempo (poco después, Yáñez se hizo la misma pregunta en una de sus mejores novelas); enfilaba hacia Insurgentes y uno veía pasajes de películas sórdidas, y advertía cómo se transformaba en el inhóspito corredor lleno de talleres, oficinas y hoteles lo mismo de paso que de lujo, o en un barrio que se negaba a modernizarse; calles sin sombra, llenas de polvo, sin mujeres deseables; el puente de Nonoalco lleno de referencias literarias y cinematográficas, y donde Rodolfo, Alejandro, Rubén y Luciano recitaban el principio del último capítulo de La región más transparente, y yo más bien imaginaba a Luis Beristáin gritando “las campanas, las campanas” ante la mirada atónita de Leticia Palma, y uno no sabe si ya se lo echó o iban a eso. Y luego se volvía carretera habitada por casas lujosas o cabañitas miserables, y en los prados que la circundaban, grupos jugando béisbol o futbol, o parejas en busca de intimidad o cuando menos de soledad.
Después entraba a la colonia Industrial y se metía de lleno a Fundidora de Monterrey, pasaba por el centro escolar que en los años cuarenta debe haber sido un infierno; se veía a la derecha el Api-Can, donde La Pantera y La Española alegraron la vida monótona de los jóvenes del rumbo, y pensé que era una lástima que apenas fuera mediodía porque en General Popo no estarían Luis, ni Cari, ni Marialex ni Sara, para echar relajo un rato, ni que en Tenayo hubieran regresado ya Mario y Arturo; se acababa la modorra y se espantaba el sueño, así que se me antojaba platicar un rato, comer tarde, y dormir de filo hasta el sábado.
Caminé de Fundidora hasta Tenayo, por Fortuna y no por Éuzkaro, tratando de reanimarme; hacía mucho que no veía de día esas calles, que no me detenía en la ferretería a admirar el aparador, que no miraba de lejos el parque donde tantas veces me ponché y tan pocas pegué de hit, y sólo una vez un jonrón; esas calles que poco antes recorríamos en bicicleta para ir a admirar de lejos a las Quiroz, a las Ferrer; donde, después, tuvieron lugar las fiestas más divertidas, estrambóticas, conflictivas, mientras oíamos a Ella Laboriel cantar diez veces la misma canción, o donde el estrella era Rafael Borja, ni siquiera Enrique.
Retrasé tanto la llegada a la casa que ya eran las dos de la tarde; convencido más que vencido, decidí que era mejor dormir hasta la noche y llegar después a ver a Mario, a quien tampoco veía desde hacía tres días.
—¿Dónde estabas? –me dijo mi madre en vez de saludarme—. Gustavo te anda buscando desesperado, que le hables.
Pero si ya terminamos, pensé. ¿Por qué no se duerme, como los demás?
—Eduardito, cómo eres vago –me dijiste—. Saliste de aquí a las 11. Regrésate porque hay que repetir la revista.
Me di un regaderazo de menos de cinco minutos que apenas me mantuvo despierto, y me fui en un Reforma-Chapultepec hasta el Ángel, y de allí a Nazas 77; eran las dos y media cuando abrí la puerta; malhumorado, Cuauhtémoc tecleaba con furia la Smith-Corona 250 de Gustavo, en el escritorio de la entrada; sonriente, Alfonso (“Quiubo Zovek”) saludó, como si no hubiera sido el que más había estado de pie desde el mediodía del martes, maqueteando, pegando, despegando; tal vez el cemento lo mantenía fresco, vigoroso, bailoteando en vez de caminar; Arturo, alto y flaco (“te habla el Negro Zumbón; que en cuanto llegaras subieras”), con los pantalones a la cadera, alborotado el cabello rubio, en cambio, apenas se sostenía en la periquera del restirador, alborotando páginas; alrededor de ellos, curioseando, sin tener en donde sentarse, cinco trajeados, como recién bañados, se mostraban impacientes, inútiles.
Saludé agitando la mano y en vez de entrar a la amplísima estancia (tres escritorios, cinco restiradores, una mesa donde se apilaban cartones, maquetas, botecitos de cemento, escuadras, lápices que siempre se perdían) di vueltas por el corredor que conducía a las dos recámaras que habían sido acondicionadas como oficinas; la grande, con vista a la calle, tuya; interior, oscura, amplia pero no tanto, la mía, con un clóset donde se acumulaban pósters y libros, revistas, archivos de fotografías (desnudos de Mariana Lobo, Leticia Robles, Helena Rojo, que atisbábamos con ansias; de desconocidas que correteabas y que Aníbal convencía para que posaran para él) y mi escritorio, con una Smith coronando un altero de papeles siempre en desorden. Dejé mi chamarra en el sillón secretarial, mi libro sobre el escritorio (Giacomo Joyce, que acababa de comprar en la mañanita, en la De Cristal de Nazas, a dos cuadras, antes de desayunar hot cakes en el cafecito de Sena casi esquina con Lerma) y fui a tu departamento, un piso arriba del de Océana y Falopio, enfrente del nuestro.
—Por fin –dijiste—. Te llamé desde las doce.
Tu departamento era exactamente como el de la oficina, sólo que diametralmente opuesto, tanto en la disposición del espacio como en el orden; los libros, cerca de diez mil, en los libreros de pared a pared; cada cosa en su sitio, los discos amontonados por temas, intérpretes, en orden de aparición, sólo que entonces no sonaba ninguno, en orden del visitante, del licenciado Rodolfo Echeverría, quien no se había quitado su saco azul con rayas blancas; en el sillón de piel blanca, con las piernas cruzadas, sonriente, curioseaba la colección de revistas eróticas que le habías puesto a su alcance (“con razón, con razón”, exclamaba en voz media, como para sí pero también para que lo oyéramos, al tiempo que detenía su vista, meticulosa, en las fotografías de Nadia Milton en un jardín, en un diván, tras una puerta; en ninguna película se vio tan bella como en éstas); a su lado, impaciente, nervioso, trajeado y también como recién bañado, Balmori corregía con pluma fuente cuartillas alborotadas. Tú añadías, suprimías, marcabas, alterabas, con tu Flair negra, que valorabas más que una Evershap, la pluma de los intelectuales.
Ni siquiera me presentaste al licenciado Echeverría, sólo explicaste que la revista, 40 años del cine sonoro mexicano, no había servido. Faltan textos alusivos, una cronología, más fotografías, ampliarla al doble, y tiene que estar impresa pasado mañana. A cada palabra tuya y del licenciado Echeverría, Balmori hacía un gesto de culpa, como si no hubiéramos incluido todo el material que nos dieron, como si no hubiéramos buscado decenas de fotografías de Santa, de Lupita Tovar (se parece un chorro a mi mamá, decía Alfonso, cuyo segundo apellido es Tovar), de Más fuerte que el deber, de Allá en el Rancho Grande, desconocidas si no es que inéditas; como si no hubiéramos trabajado dos noches intensas sin más asistencia que la de Nemorio, sin radio ni televisión, sólo las quejas de Arturo, las bromas de Alfonso, la impaciencia de Cuauhtémoc, la apenas perceptible presencia de Cisneros, de Fernando, y la etérea Azalea que tecleó algún texto y desapareció; de Adriana, quien huyó apenas vio la magnitud de la chamba; de la secretaria Rosita, quien se pasó esos dos días jaloneándose la falda porque creía, con razón, que le espiábamos las pantaletas rosa pálido.
—Cuauhtémoc está escribiendo unos textos, yo ya hice otro; crece el tuyo unas dos cuartillas, pero antes ve con Balmori a su oficina para conseguir unas fotos; de regreso pasas al taller y recoges nuevas galeras; Roberto llevó ya los textos y fue por los negativos. Si no estoy corrige las galeras y llévatelas de regreso a que hagan las correcciones –dijiste, por primera vez sin una sonrisa, no sé si vencido por el cansancio o por el tedio.
No sé por qué no les había gustado la revista. Hicimos lo que pidieron; los textos estaban bien. No sé por qué aceptaron el dummy si luego lo iban a cambiar; lo bueno es que ellos pagaban todo, la primera y la segunda revista. Ya no había de dónde sacar más fotografías. Otaola ya nos prestó las disponibles. Habrá que poner del nuevo cine; lo malo es que no me han llegado y las necesitamos para hoy.
—¿Te gusta Ravel?
Balmori jugueteaba con el selector del radio de su auto, un volkswagen como el tuyo, pero azul, no rojo.
—Me gusta más Debussy –dije, tratando de no bostezar, no por la música sino por el aburrimiento. Llevaba en el regazo varios rollos de galeras en papel couché delgado, llenas de talco porque apenas salieron de los rodillos, me las entregaron; corríamos el riesgo de que se corriera la tina; de cualquier manera, siempre teníamos las manos manchadas.
—Son dos, se toman juntos –repitió el comercial de moda, de los dos alka-seltzer pegados, en un solo sobre, que duró tan poquito tiempo.
Le daba la vuelta al paso a desnivel en Tlalpan, rumbo al Viaducto. Me agarré de la manija encima de la puerta. Manejaba peor que tú, pero no me dio un manazo como tú cada vez que me protegía de tu premura, de tus vueltas intempestivas, de tus ansias de ganarle a todos al correr por el Periférico, por Reforma —¿te acuerdas del letrerito que una vez pusiste en tu defensa: acaba usted de ser rebasado por un volkswagen?—. Tampoco me dijo que mi miedo no era sino rencor social.
(¿Te acuerdas que en tu agenda, en vez de la dirección para avisarle a alguien en caso de accidente, escribías: a la Cruz Roja, a Zabludovsky y al pueblo de México?)
Balmori siempre fue un conversador muy ligero, muy divertido, aunque no se soltaba sino que le gustaba reposar las palabras, calcular el efecto que causaban; era lo contrario de Cuauhtémoc, lapidario, burlón, a disgusto con todos; nunca compartía nuestras comidas ni paseaba con Alfonso y conmigo para ir a espiar al IFAL; Balmori era más serio pero menos enojón; sin embargo, platicaba de todo, con todos, sobre todo de cine; y se resistía a hablar de Aurora, por más que yo le insistía. Ese día no hilaba plática, soltaba frases sueltas, molesto porque deberíamos rehacer una chamba que ya habíamos dado por concluida, y que ansiábamos cobrarla, para sacar ya el primer número de Eclipse y de Audacia, listos para entrar a negativos en cuanto tuviéramos dinero.
Y como preveía Balmori, las fotografías no fueron suficientes. Pero también ya lo habías previsto.
—Vete con Vázquez Villalobos –me dijiste en cuanto entré—. Pasa antes por la imprenta. Ya tienen tus correcciones. ¿Tienes dinero para el taxi?
–Que lo lleve el licenciado Robles –dijo el licenciado Echeverría.
Me subí al auto más lujoso que hubiera visto en mi vida. Con la desventaja para el licenciado Robles de que a mí no me gustan los autos. Además, si manejara dejaría de ver a las mujeres. ¿Cuántas veces estuviste a punto de chocar por volverte a ver algunas piernas estupendas, alguna cintura núbil, algún rostro como de poema de Bonifaz Nuño? Una vez en Sullivan, mucho antes de que fuera refugio de las expulsadas de Pánuco, enfrenaste violento, aunque no había auto cerca, por ver a una transeúnte que, al inclinarse a recoger algo que se le cayó, nos mostró las pantaletas níveas.
—Quiubas maestrín —dijeron casi al mismo tiempo Agustín y Tovar (más bien éste se retrasó un poquito), quienes maltrataban letras de Rolling Stones, inventaban adjetivos, añadían picardía; Vázquez Villalobos, bigote en ristre, desplegó dos cientos de fotografías: Muñeca reina, El tunco Maclovio (pero sin Nora Cantú), Hasta el viento tiene miedo, y una que supuse que nos iba a causar problemas, pero mucha diversión: Verónica Castro desnuda; ¿puedo tomar dos?, le pregunté a Vázquez Villalobos; sí, pero me quedo con ésta, y tomó la más clara y nítida. Una la incluimos en la revista de cine, otra en Eclipse, para escándalo generalizado, porque mostraba los pechos pequeños y levantados del Rostro; años más tarde, en cambio, presumía de aquella dureza: al ponerle una medalla Julio Alemán, ella recordó aquel desnudo, único en su filmografía.
Dos horas me revolqué entre fotografías, stills, recortes, mientras el licenciado Robles (después, diputado: ¡qué cosas!, dirías tú) esperaba en la calle inhóspita, fría, rodeada de fábricas, vecindades siempre despiertas, arenas de boxeo y lucha libre, y cerca, el cine Internacional, donde el 27 de septiembre de 1968 se estrenó Hawai, de Robert Wise, con Julie Andrews y Richard Harris.
Dos horas ayudado por Agustín (¡mira nomás qué buena!), Sotero Garciarreyes, muerto de risa al ver a Roberta, Ana Martin (mira cómo llena los pantalones), Anel llena de maquillaje, en poses forzadas que a mí me parecían naturales. Escogiendo unas 50 que pudieran servir para llenar otras 48 páginas de una revista que dos días después debían de estarle entregando a los asistentes al cine Roble, en el homenaje de las autoridades a los primeros 40 años de cine sonoro mexicano.
Cuando regresé a la oficina ya sólo estaban Alfonso y tú.
—Los demás se rindieron –dijiste.
Con las galeras ya corregidas, chorreando talco, Alfonso cortó, hizo trizas, volvió a pegar, acomodó opacos para que fueran las fotos seleccionadas, que tú marcabas con tu Flair rojo, y anotabas atrás de ellas, con tu Flair azul, la medida siempre aproximada, que luego te corregía Nemorio, y los metíamos en los cartones anaranjados de los negativos, para ir a entregárselos a Negativos S.A., a primera hora del viernes santo, nomás que hubiera manera de llegar intacto a Ayuntamiento para que hicieran imposiciones, taparan manchas con el opaco, pusieran diurex anaranjado, y me lo entregaran completo a las 10 de la mañana para que lo llevaras al taller de Villicaña, quien se comprometió con Balmori que estaría listo para los invitados a la función de gala, presidida por el licenciado Echeverría, el sábado de Gloria a las 9 de la noche, a la que ni nos invitaron ni tampoco hubiéramos querido asistir. Lo que queríamos era que terminara ese ajetreo, que nos dieran ejemplares de la revista para almacenarlos en el clóset de Biblioteca 70, y descansar para el lunes volver a la rutina más normal, menos caótica: reportajes, artículos, traducciones, entrevistas para Eclipse, Audacia, Caso Clínico, el Calendario de Ramón López Velarde, las portadas de SepSetentas, de Joaquín Mortiz, las visitas de los martes a Armando, pasarse esa tarde leyendo a saltos el New York Review of Books, yo la sección deportiva en busca de los números de Héctor Torres, Aurelio Rodríguez, Horacio Piña, Vicente Romo; el cine en las mañanas, las escapadas para espiar en el IFAL, las entrevistas con Brenda Parlatto, los viajes a Naucalpan para alburear a Martita, ver de lejos a Juan Bañuelos, a Utrilla, a Garzón del Camino, y desternillarse con los chistes de Piazza contra Monsiváis; las pláticas diarias, o cada tercer día, sobre los libros que estuviéramos leyendo, corregir galeras, retraducir, recibir visitas, marearse cuando se iba Adriana (azules), intuir que había pasado Azalea (blancas), correr porque Navarrete me había conseguido un nuevo Richard Hull, Polo a ti un nuevo Malamud, Carlos una nueva enciclopedia erótica (que no me prestabas, con la que entrabas al baño), dos días a la semana tus clases en la UNAM, y por las noches, cuando ya te ibas a descansar, yo a las tertulias de Libros Escogidos que terminaban a las 9, las 10, las 11 o las 12 de la noche.


El arte de la memoria

Sabemos cuánto durará el año que viene podemos afirmar que el sol aparecerá mañana y hasta hay quien puede predecir con exactitud un eclipse pero estaba sin trabajo leyendo y escuchando música y el teléfono sonó y era Ignacio Solares a quien hasta esa llamada no conocía nunca había visto ni escuchado y me ofrecía que me hiciera cargo de la versión en español de una revista francesa semierótica llamada Lui revista que me gustaba muchísimo y que en nuestra lengua se llamó Don pero de la cual sólo apareció un ejemplar el número uno porque el dos y el tres aunque ya estaban hechos no pudieron salir por una campaña supuestamente antipornográfica organizada por la presidencia de mi tocayo Gustavo Díaz Ordaz o que iban a organizar más bien como para eliminar la competencia con otras revistas propiedad de líderes de los voceadores el caso es que Nacho Solares me presentó con don Raymundo Ampudia alto displicente canoso gordo dueño de la revista Hoy y de Caballero y cuando nos clausuraron Don este hombre me transfirió nos cambió a la revista Caballero que estaba de capa caída y que para entonces decidimos hacer con material mexicano es decir fotografías de modelos mexicanas en vez de comprar servicios de rubias desconocidas textos hechos en casa cuentos de autores locales y reportajes de automóviles y madrolitas que se hallaban en México éramos Ignacio Solares Cuauhtémoc Zúñiga Aníbal Angulo Roberto Jurado José Nemorio Mendoza Alfonso Rodríguez Perico y los muchachos de la publicidad no recuerdo bien si alguien más ah y Ricardo el hijo de don Raymundo que hablaba mucho y quería saber de todo así que fíjate Ricardo dicen que había un poeta en Grecia 500 años antes de Cristo a quien llamaban “el de la lengua meliflua” y este poeta que no sólo fue el primero en cobrar por sus poemas sino el inventor de la memoria del arte de la memoria que es como un alfabeto interno y el primero en llamar según Plutarco a la poesía pintura que habla y a la pintura poesía silenciosa y había quien piensa Ricardo que era contemporáneo de Pitágoras y presocrático y lo que se cuenta y lo cuenta Frances A. Yates y un montón de personas antes que ella y después que un noble de Tesalia llamado Scopas lo invitó a un banquete y Simónides de Ceos que es el nombre del poeta leyó un texto de elogio a su huésped que terminó analogándolo con los dioses Castor y Pólux y por eso el mezquino Scopas decidió pagarle sólo al poeta la mitad de lo acordado y como burla comentó que la otra mitad se la cobrara a los dioses gemelos a los que había aludido y que sin duda lo estaban esperando allá afuera y no por haber entendido la alusión sino porque un sirviente se le acercó y dijo que dos apuestos jóvenes lo esperaban afuera salió Simónides de Ceos que era homosexual y eternamente deseoso pero no lo esperaba nadie y dio la media vuelta para volver al banquete y en eso se desplomó el techo de esa casa y murieron todos los invitados y su anfitrión Scopas pero los cadáveres aplastados quedaron irreconocibles y ni sus parientes que acudieron a recogerlos para su enterramiento fueron capaces de identificarlos pero Simónides recordaba los lugares en donde estaban sentados a la mesa y los fue mencionando uno a uno y esta experiencia le sugirió inventar el arte de la memoria según lo cuenta Cicerón ya se sabe que uno vive repetido lo repetido como la historia que cuentan de Álvaro Obregón Presidente presidiendo un banquete y Ramón López Velarde recitando en un rincón de la estancia su Suave Patria por primera vez aún leyéndola nuestro señor te escrituró un establo y los veneros de petróleo el Diablo y al terminar el señor Presidente se levantó iracundo y teatral vociferando que ese poema se lo había copiado López Velarde y como para probarlo se puso a recitarlo a su vez palabra por palabra para azoro de los presentes deslumbramiento mío también al ver cómo te puedes acordar de tanta gente y tantos nombres querido Eduardo Mejía y tantas calles cuando yo apenas estoy seguro que Vicente Leñero me contó que nuestro amigo Leopoldo Duarte se mató de un balazo en la sien ay unos años después deseo de terminar de una vez por todas final de finales la oscuridad campeando adentro del hombre en los repliegues del hombre en la vida hay más pruebas que momentos de gozo y la biblioteca el hermoso orden de los libros alfabetizados en los libreros pintados de blanco hospitalario en mi amplio departamento aquí los ingleses acá los narradores alemanes tan densos y tan provocativos Alexander Kluge Estalingrado: descripción de una batalla acá los poetas por orden de estaturas o de traductores o cronológico o de editoriales cualquiera que fuera su nacionalidad y más allá los norteamericanos la narrativa latinoamericana México en la otra habitación dividido en prehispánico colonial siglo XIX y siglo XX y todavía más allá los libros de teoría literaria y las revistas literarias las de historietas los suplementos los italianos los franceses los centroeuropeos los libros de consulta y los locos completos los insensatos enteros los irremediables los malencarados los mafiosos Malraux fotografiado justamente ahí y Evtuchenko y Robbe-Grillet y Natalie Sarraute y Malcolm Muggerich y Gunther Grass porque de la Secretaría de Relaciones Exteriores mandaban a todos los escritores que llegaban a México a visitar ese recinto de alfombras blancas y muebles de mármol y cortinas espesas blancas “ni Hitler” dijo Carlos Fuentes la primera vez que entró y García Márquez Revueltas Octavio Paz José Donoso Cabrera Infante también fueron seducidos por ese orden y esas paredes cubiertas de libros de piso a techo que muchos empleados de la Editorial Grijalbo ayudaron un día a empacar en cientos de cajas que me regaló esa empresa y también nos ayudaron a cargar cinco camiones de diez toneladas al principio sólo habíamos alquilado los servicios de un troquero pero al colmar su enorme camión llamamos a otros dos y al llenarlos a otro y finalmente a otro la caravana rugidora hasta la frontera embistiendo el aire caliente el puro tiempo la biblioteca con ruedas las horas blandas quietas el calor los huizachales allá lejos mientras los esperaba nervioso como si tuviera al desierto dentro de mí en la aduana como si la vida pudiera empezar de nuevo asustado de lo que podía pasar y todavía no pasaba y cuando llegamos y rodaron los camiones enormes hasta detenerse allí toc toc ¿quién es? nos pidieron abrir los cinco camiones como cinco bodegas y dijeron que tenían que revisar caja por caja que ¿cómo saber si llevaba joyas arqueológicas o drogas? “pero cuánto se pueden tardar cuánto les va a tomar eso” casi gimoteante angustiado inquieto desconcertado amenazado nervioso “pues como seis meses” dijo el que parecía el jefe y “¿seis meses? ¿cómo que seis meses?” desolado ante los camiones pesado denso vencido de antemano y “¿dónde está su jefe?” el camino hasta una oficina en un segundo piso o primero como se cuente y el hombre allí cínico formal conciliador sorpresivo “pos ahí ofrézcales algo” dijo con sencillez y ronquera de fumador no se preocupe y el camino de reversa acalorado los pasos largos zancadas y un agresivo “dice su jefe que les ofrezca algo” como cargando de sentido la palabra algo y en eso uno de los vistas que revisaba la cabina del primer camión salió con un ejemplar de Jaula de palabras una antología que acababa de salir todavía calientita de la imprenta y yo llevaba veinte copias sobre el asiento o más y otro dijo “pues un libro autografiado” la sonrisa un poco forzada y luego yo firmando cordialmente los festeja su nuevo amigo su nuevo colaborador y amigo para Ismael o Jorge o Chema o Federico en la orilla norte de México atentamente y la salida no pertenece a nadie pero la entrada es una decisión ineludible la aduana norteamericana adonde nos pidieron hacer calles al centro de los camiones entre las cajas unos como desfiladeros de cajas que decían Grijalbo Grijalbo Grijalbo y entraron por allí con un perro que olisqueaba todo y pedían abrir esa caja y esa otra y esa tres por camión un hermoso perro pastor alemán vigoroso inquieto alerta vivaz nunca se puede hablar de algo al ir siempre al volver el cielo azul nubes desvanecidas hacia el oeste y luego la aduana estatal al cruzar de Texas a New Mexico adonde el funcionario aduanal sólo nos indicó con la mano que siguiéramos nuestro camino el desierto a derecha e izquierda el sol atrás y adelante mucha luz sólo faltaban los pastores nómadas con sus túnicas y telas cubriéndoles la cabeza y casi podía ver la multitud de criaturas bacterianas que se recreaban a sí mismas en las escamas fermentadas de pescados podridos miles de años atrás los fósiles la arena agrietada las planicies de cuarzo reducido a microcristales desparramados bajo el sol las ficciones que vendrían acechándome los caminos sin riesgos no merecen la pena peligro inherente pero no cardinal era como una ficción el primer camión como a la orilla de una fotografía Unamuno diciendo que la única historia verdadera es la leyenda puesto que es en lo que creemos mis tres escritores peninsulares favoritos eran Miguel de Unam-uno Benito Pérez Gal-dos y Alfonso Sas-tres sólo podemos vivir en el eco de los acontecimientos no podríamos vivir en un instante estático los cinco camiones en fila rodando por esa carretera anómala como una cicatriz en ese paisaje y ese que yo era preguntándome si las palabras no serían las que juegan con nosotros como los objetos el universo del cual somos presa como si las palabras se adelantaran exageradamente a mis frases como si el camión líder devorara el paisaje la cinta asfáltica la incoherencia me parece preferible al orden que deforma un largo camino precedía mi camino del libro al libro como si el futuro llevara el peso de todos nuestros pasados si hubiera historia ay si hubiera lo increíble es que han pasado más de treinta años y hay cajas que iban en esos camiones que aún no han vuelto a ser abiertas que se mantienen cerradas inviolables misteriosas formales qué imagen el escritor el que soñaba con ser escritor con su biblioteca sobre ruedas atrás de sí como Bartolomé de las Casas que llevaba todos sus papeles en burritos su biblioteca empujándolo hacia el horizonte inalcanzable el cielo ordinario estridente azul con nubes desvaídas grises el día abierto implacable vasto indecible deslumbrante el infinito deseado de súbito lo quería todo imagínate otra escena sin tratar de enmascarar su discontinuidad como en los sueños dos parejas jugando con una baraja en la semioscuridad de una habitación de hotel el tiempo casi detenido pero no se apuestan puntos ni dinero sino prendas de ropa prendas que había que quitarse y risas y bebidas y la muchacha rubia que se quitaba un zapato y al poco rato el muchacho de anteojos se quitaba los pantalones y más risas estábamos muy animados y bebíamos de un líquido que podría ser whisky con soda o ron con cocacola o vodka o tequila lo poco a poco de lo súbitamente la morena que leía el tarot todas las mañanas despojándose de la camisa el insomne tomando otra carta y de acuerdo a sus reglas recientemente inventadas abrazaba a la rubia que sorprendida se dejaba caer sobre la alfombra y los dos rodaban abrazados sus miradas inquisitivas que se fueran al diablo los sentimientos gozosos la morena desabrochándose el sostén sobresaltada el de anteojos ya completamente desnudo a no ser por los gruesos anteojos la rubia despojándose primero de las bragas bombachas les dicen en Argentina al muchacho de anteojos le tocaban quince minutos con la morena prodigiosa que todavía mantenía una prenda de ropa todas las locuras eran posibles había que atreverse el deseo se cernía sobre necesidades intercambiables nuestra búsqueda de placer las intensidades mesurables o mejor inconmensurables la rubia descubría por fin sus senos maravillosos y los pezones ligeramente oscuros parecían mirarlos interrogarlos yo la verdad lleno de proyectos sobre la rubia como si naciera entre sus brazos blancos torneados sonriendo lujurioso y feliz haciéndole un guiño a los censores y un gesto a lo imposible animal de dos espaldas aquellas mujeres aquel juego lugar de la dislocación íntimo intenso secreto el acto sexual versión jurídica del erotismo los cuatro vientos de la ausencia de espíritu soplando desde ninguna parte y a la mañana siguiente las fotografías de esas muchachas en los jardines de Cocoyoc las mujeres con esos cuerpos que los hombres no tenemos su desnudez mientras posaban como separándose de nosotros como consagrando la separación discontinuas deseables y luego esas fotos en el primer número de la revista Caballero bajo mi dirección ¿una escena primitiva? la rubia alzando los brazos bajo una bugambilia presumiendo las curvas de su cuerpo su armonía su capacidad libidinal cubriéndose los senos desnudos con las manos anilladas pletóricos exponiéndose como una obra de arte inmóvil letal inmutable hermosa turbadora lo que sucedía a causa de esta escritura no es del orden de lo que sucedía murmurándoles a las amigas que se conocieran a sí mismas el río siempre es más duradero que el mármol sus cuerpos espectaculares la revista Caballero era mensual y la hicimos durante dos o tres años Aníbal Angulo el fotógrafo y José Nemorio Mendoza y Cuauhtémoc Zúñiga hasta que arribó un hombre rico a nuestras oficinas y quiso comprar la publicación bajo el entendimiento de que si se cerraba el trato él asumiría el cargo de director quién sabe qué se imaginaba de pronto ese hombre elegante convertido en el Apremiante el Sobre-eminente cuando no el Perseguidor el señor Raymundo Ampudia dueño de la revista tratando de convencernos agobiándonos atestándonos deshaciéndonos sustituyéndonos y nosotros ya afuera renunciamos todos sin lágrimas de ninguna especie más bien rabiosos nunca rendidos y decidimos abrir nuestra propia oficina hacer nuestras propias revistas y como estaba vacío el departamento 5 del edificio de Río Nazas 77 adonde vivía yo lo alquilamos siempre de regreso en los caminos del tiempo ni adelantados ni atrasados tarde era temprano cerca lejos y siguió la escrituración de la sociedad y Palmira Garza que quería hacer la revista Caso Clínico y las conversaciones con la Editorial Novaro con la Encuadernadora Olimpia con Impresora Mexicana las alianzas los convenios los proyectos el Calendario de Ramón López Velarde la Subsecretaría de Cultura a cargo de Gonzalo Aguirre Beltrán mi amistad con Sergio Galindo las clases en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales la revista Siete pero primero Eclipse y Audacia la papelería de una Secretaría de Estado de un Partido Político las portadas para los libros de varias editoriales el folleto para conmemorar los quién sabe cuántos años del cine sonoro mexicano la oficina en realidad un departamento las dos recámaras como cubículos de archivo y trabajo la estancia principal adonde deberían ir la sala y comedor los restiradores la mesa de luz mi escritorio y el de Rosita la secretaria delgadita y dulce y casi comestible la mesa para formar el escritorio de Palmira ¿o era un restirador? la biblioteca arriba en el departamento 6 para recibir a los clientes importantes el licenciado Rodolfo Echeverría visitándonos el martes de una semana santa para acordar hacer ese libro del cine sonoro mexicano y tenerlo listo el lunes inmediato menos de una semana después y justamente a caballo del jueves y viernes santos en que las imprentas estaban cerradas las copias fotográficas de Copias Económicas allá en el centro en Artículo 123 la proposición como un reto una encrucijada una acumulación de problemas y la decisión de asumir todo eso como una prueba un reto un desafío y “sí licenciado sí cuente con eso sí venga a mirar si quiere cómo progresa sí trabajaremos día y noche sí” y la llamada a Otaola para conseguir fotografías de la película Santa Balmori no recuerdo si hizo algo ¿o mi deber será inventarlo todo? pero tú si te has de acordar y a la vez teníamos la producción de todas nuestras revistas y tampoco recuerdo cómo resolvimos la alimentación ni con cuántos automóviles contábamos a veces un como inmenso titubeo hacia una imperceptible luz y mi necesidad de amor loca inimaginable e incluso desesperada nuestra Odisea apenas empezaba.